Poeta en femenino neutro, pensó. Garabateó esa firma que parecía borrarse a sí misma y a la que en cambio nunca tuvo intención de suplantar. Apretó sin piedad sus palabras entre aquellas pretenciosas tapas primorosamente estampadas, las ató con una lazada que le recordó a su abuela materna y guardó el cuaderno en un cajón. La obra de su vida, le susurró burlona esa parte suya que se dedicaba a estropearle cualquier pequeño logro. Con los años había aprendido a no sucumbir a sus desdenes, a tolerarla e incluso a quererla un poquito. Al fin y al cabo, no era más que los despojos de una niña atormentada por una madre acomplejada que trató en vano de vivir a través suya.
También acabó por hacer las paces, a tiempo, con esta ambiciosa progenitora que no supo transmitirle de mejor manera, como otras tantas de su generación, que aprovechase esa preciosa oportunidad que ellas no tuvieron de ser independientes de los caprichos de un hombre. “Hace soledad” ahora que se ha quedado huérfana a sus cincuenta años. Es un vacío extraño, como el de sus pómulos o sus pechos, esperado y sobrio, poco glamuroso como para protagonizar sonetos y tan generalizado que su mera verbalización pasaría desapercibida. Pero nuclear en su existencia, al fin y al cabo. Ahora las críticas y las lisonjas habrían de venir de una misma.
No quería caer en la vulgaridad de imaginar el orgullo de su madre al leer el poemario. Sería injusto echarle en cara la falta de validación a su apetencia por las artes excelsas. Toda la biografía de sus predecesoras había sido necesariamente una oda al pragmatismo. Su clase no les había permitido emerger en la excepcionalidad de género. Costureras, tejedoras, remendadoras, cocineras, pasteleras, conserveras, criadoras de gallinas y ocas, improvisadas pintoras de brocha gorda, tecnólogas del arte de tomar “prestados” esquejes y sacarlos adelante ajardinando sus parterres, sanadoras, lavanderas y contadoras de historias al calor de una mesa camilla.
Su legado era abrumadoramente atávico y extenso y a la vez representaba todo lo que no se vale en este mundo. No se pierde sin castigo el pasado y el de la poeta era el no haber mamado de todo aquel conocimiento, desdeñado en pos de las letras que sus abuelas admiraban con pueril anhelo y que a duras penas se atrevían a trazar. Porque huérfana de madre también lo era de las que la antecedieron, el tejido mismo de la memoria que hila su existencia a las pasadas quedaba roto. No había prestado suficiente atención y aquellos cuentos sencillos de protagonistas sobrias que simplemente sobrevivieron ahora bailaban deslavazados en su cabeza mudos y cojos. Mujeres invisibles, que no dijeron nada, cuando eso era lo que más deseaba saber. Que hablaron de todo lo pequeño porque lo grande o estaba vetado o no era tan importante. Su propio puerto se le hacía anónimo.
Sus ojos, embelesados por los de aquellas también borradas, pero que ahora brillaban por fin bajo los focos, se perdieron el gran teatro que solo se despliega entre bambalinas. Bien mirado, siempre se había sentido entre dos aguas, disociada entre las referentes que ilustraban las páginas de los libros y las de carne y hueso que habían ostentado la mentoría de su día a día. Mujeres fuertes en todos los casos, obstinadas, inflexibles, duras y sabias. Viviendo bajo un haz de espadas que eran las escrutadoras miradas de sus ángeles del hogar y de las pioneras glamurosas.
Mala madre, mala esposa, maestra mediocre, escriba impostora. Durante años se había entrenado en remar a contracorriente sintiéndose igual de sola en sus versiones de dentro y fuera de casa. Se le imponía una verdad amarga pero impostada, la de que nunca llegaría a destino con los elevadísimos estándares que aquí sus musas le habían transferido. Sorprendentemente, esa conciencia de finitud imperfecta le proporcionó una paz que solo era capaz de comprender ahora, por vez primera.
Miró el marco donde sus hijas siempre tendrían ocho años y después la pluma con la que había encerrado emociones en torpes versos. Marcharé de este puerto, que ya no es el mío, hacia otro distante, mientras tenga luz el mundo, parafraseó. Invocó a las poetas de sus libros, a Méndez, Pizarnik, Castro, Mistral, Plath, Vitale, Vilariño y Dickinson. Pero también a las de su vida, a Dolores, Antonia, María, Sebastiana y Juana. Rodeó su casa de alambradas y muros impasables y salió por la puerta arrastrando todo a su paso para que no hubiera ya umbrales, riberas ni quicios, sino un solo ser inapelable.