LA CAMISA BLANCA
Emilio García Criado
Hacía meses que Luis quedó tendido en su garaje tras sufrir un infarto. Desde entonces se había propuesto un cambio de vida: esas promesas que todos nos hacemos cuando vemos de cerca nuestro final, y que tanto cuestan cumplir. Atrás quedaron los días en cuidados intensivos, la complicada cirugía revascularizadora, los controles por cardiología y otras especialidades que, teóricamente, dejaron su corazón en perfecto estado.
Salud laboral e inspección le propusieron una incapacidad permanente. Luis, te quedan cuatro años para la jubilación, vívelos. Has dado lo mejor de tu vida a la profesión, ahora toca descansar.
Era un médico de familia forjado entre guardias, consultas maratonianas y un sin fin de adversidades vividas en las épocas más duras de la asistencia rural. La misma que le proporcionó una dilatada experiencia. Aún recordaba cuando comunicó a sus allegados que había conseguido una plaza en la ciudad. Madre e hijos se sintieron muy contentos. Al oír la segunda parte de la noticia, las lágrimas se escaparon y resbalaron por sus mejillas. Tenía que irse demasiado lejos, a otra provincia. No quedaba otra solución que abandonar aquella pequeña pedanía, que lo vio nacer.
Lo más difícil fue despedirse de su inseparable compañero, el mejor enfermero que se podía tener. Juntos atendieron partos, accidentes de carretera y un largo etcétera de situaciones en las eternas noches de guardias y localizaciones. El cambio era lo mejor para todos, les espetó. Tras el traslado, inició una nueva etapa y en breve se ganó el respeto y aprecio de sus nuevos pacientes y compañeros.
Llegó la hora de decidir qué hacer con la situación actual. Habló con su familia y les prometió reducir el frenético ritmo de trabajo. Quedó en reiniciar la consulta pasada la Navidad. Aunque se había recuperado del infarto, muchas noches lo despertaba un hilo de sudor recorriéndole la espalda. Sentía un dolor intenso en el pecho y el fluir de la sangre. Con la vista fija en el infinito, percibía imágenes a modo de flashes que le recordaban la fatídica mañana de invierno que entró en ese túnel que separa la vida del más allá. Lo inundaba una sensación de soledad y miedo al pensar que podía entrar de nuevo y no salir. Temblaba entre espasmos, mientras una ira absurda y sorda le retorcía el pecho como un calambre, su corazón se desbocaba, el pulso se paraba: estaba perdiendo la cordura. No se atrevía a abandonar la cama que se había convertido en su tumba. Moría cada noche para resucitar al día siguiente. El último recuerdo de sus pesadillas era un llanto amargo.
Con el paso del tiempo y la ayuda del psicólogo asignado al programa de médico enfermo, logró superar esos sueños. Siguió sus consejos. —Este tipo de situaciones están en tu mente, no hagas de ellas un pensamiento obsesivo. Simplemente están y hay que aceptarlas. Debes mantenerla ocupada el mayor tiempo posible—. Los consejos y la terapia comenzaban a dar resultados. Por fin llegó el ansiado día de volver a trabajar.
La brisa de aquella mañana de enero cortaba la piel como una navaja pellejera. Apretó la mano contra su abrigo y pensó en el tiempo que hacía que no sentía el frío de la tierra. Deambuló por las angostas calles, serpenteantes y ariscas. Las viejas casas se dejaban caer unas sobre otras, cansadas. Amarillos rectángulos de luz brillaban en las ventanas a lo largo de la calle. Oía ecos lejanos de bullicio. Eran los barrenderos y amanecidos de las fiestas, retornando como petirrojos que llevan noticias de los marineros embarcados. Las manos colgaban de su cuerpo petrificadas y frías como si estuvieran muertas. En los balcones ondean guirnaldas y coronas de muérdago, algunas desteñidas. Se mecían como cunas con la gélida brisa invernal. Intentó saborear ese minúsculo momento de belleza, pero fue insípido. La falta de deseo fue tan fatídica como la mayor desesperanza. Y aunque tenía intacta la ilusión de volver a su trabajo, un mar de inseguridades lo azotaba. Tras el saludo efusivo de sus compañeros, abrió la consulta.
El tiempo se había parado, las paredes y estantes seguían repletos de recuerdos. Todo estaba como lo dejó hace un año. En su mente la incertidumbre de no saber cómo afrontar esta nueva etapa. No había transcurrido más de una hora y el teléfono empezó a vibrar, como si se hubiera vuelto loco. Intentaba ignorarlo mientras caminaba en círculos por la consulta, preso del pánico. El corazón trepaba por su garganta y no paraba de sudar. Era la primera urgencia. Salió confuso y atropellado como un suicida que se aleja de la torre desde donde pensaba saltar. Habían traído a un paciente desfallecido. La familia vociferaba pidiendo ayuda. Por la cercanía de su consulta con la sala de urgencias, fue el primero en llegar. Al momento acudieron otros compañeros, pero tenía una sensación de soledad. El miedo le golpeó como un delicado martillo, queriendo entrar en las cámaras secretas de su dolorido corazón. Recompuso su rostro para expresar un aspecto relajado. Se acercó a la camilla y fijó la mirada resplandeciente como un cuchillo. No articuló palabra. Aquel delator silencio provocó un terremoto psicológico que lo hizo temblar. Pensamientos corrosivos como el ácido disgregaron sus sentimientos. Ese temor de lo incierto, de no creer lo que veía, aumento más la tensión.
Al quitar la sábana por completo, vio su propia figura sobre la camilla, inerte. Estaba envuelto en una camisa blanca que parecía un sudario. La misma que llevaba aquel frío día de enero en la cochera.
Emilio García Criado
Córdoba, febrero 2023