ILUSTRE COLEGIO OFICIAL
DE MÉDICOS DE CÓRDOBA

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EL LUTO POR LAS TARDES MENGUANTES

En la casa de mi abuela el tránsito entre las estaciones no venía marcado por el calendario, sino por los aromas y colores que traían los frutos recién tomados de la tierra. Y los sentidos dictaban que llegaba el frío aquel puente de finales de octubre, que sería el último que pasaríamos juntos. Mi cara mohína de preadolescente aburrido anticipaba a mis padres un estado de protesta continua por haberme perdido la fiesta de Halloween que celebraba el más esnob de mis amigos.

En mi mente de niño de los noventa, se producía una disonancia irreconciliable entre el préstamo de las ficciones sajonas que empezaban a monopolizar el imaginario colectivo y mi realidad real del clima Mediterráneo de interior. Desdeñaba entonces ingenuamente lo que ahora, desde mi estatus de señor que va peinando canas, añoro casi con fervor.

Y es que el otoño no se presentaba en mi tierra en los tonos ocres y rojos de los frondosos bosques ajenos, sino en el verde oscuro y dócil de encinas y olivos, obstinados por permanecer casi inmutables a las inclemencias del tiempo, mientras daban cobijo bajo las copas a los tiernos brotes de lavanda y romero.

Tampoco traía consigo nuestro equinoccio calabazas chatas y anaranjadas disfrazadas de monstruos, sino otras más blancuzcas y esmeraldas de aspecto anodino. Cierto es que a veces estas mismas se usaban como adorno en las espartanas casas de campo y se escogían para poblar temporalmente los anaqueles y las mesillas invariablemente pintados de carmín, aquellas que tenían las formas más extravagantes o las cáscaras más llamativas.  Allí permanecerían hasta momificarse junto a los aperos de cobre, los tapetes de ganchillo y algún que otro bicho disecado, honor que ostentaba en nuestra casa una orgullosa perdiz que parecía odiarme en secreto.

Desde mis ojos de adulto ninguna pretenciosa calabaza yanki ni sus otros atrezos de plástico podrían hoy competir con la atmósfera, al mismo tiempo cruda y mágica, que se creaba en los salones de nuestras abuelas las vísperas de todos los santos.

Pero entonces observaba con una mezcla de desdén y miedo el legado que, sin saberlo, mi familia me donaba. Una suerte de complicados misterios en torno a la muerte que coexistían con las rutinas más mundanas cuyos dogmas se aprendían en los linajes de madres a hijas.

El aroma dulzón y empalagoso de las cidras hervidas en aquellas enormes ollas lacadas de rojo o el de la pulpa de los membrillos fundidas con azúcar blanquilla; rivalizaban con el acre olor de las palomitas de aceite que revoloteaban luminosas sobre platillos de metal en altares improvisados, donde compartían velatorio retratos de difuntos laicos y santos.

Si se gastaba la necesaria paciencia, la abuela estaba deseando contar historias sobre sus muertos, que eran también los míos, tanto de los que tenían vela y como de los que no. Porque tener luminarias domésticas era todo un privilegio. La visita nocturna obligada al cementerio, tras una semana de acicalamientos de los nichos, helaría los huesos al más intrépido de los protagonistas de película americana de miedo. Dormir tras la miríada de susurros, las bocas torcidas y la visión de las lápidas olvidadas por sus familias con sus flores podridas, constituía todo un reto. De la astenia del insomnio y el duermevela matutino nos arrancaba impertérrito el señor de las gallinas.

Con la niebla despejándose a la luz del sol rotundo del sur, las sombras atávicas de la noche se desvanecían.  Y las horas seguían sucediéndose unas a otras en una cadencia densa casi que solo se da en la infancia. Eran mañanas de acurrucarse entre fina manta de entretiempo y el hueco con forma de cuerpo del colchón de lana, en ese hueco del universo que resguardaba todo el calor de los sueños de madrugada.

Pero la sempiterna humedad de la sierra que se pegaba sin remedio a la ropa y a los huesos; y esos primeros fríos, venían de la mano de toda clase de dulzores frutales, en una exuberancia de sabores que casi era impropia de unos lares tan sobrios. Después de un desayuno de pan de miga gorda y aceite y de mil y una correrías por aquel campo que no tenía vallas; a media mañana la abuela y la tía nos preparaban a todos los críos toda clase de chucherías de nombres y aspectos exóticos sobre platos hondos de color caramelo: arilos de granada, chirimoya, caquis. Mi madre, de naturaleza dura y seria, se transformaba en niña pequeña revoloteando a saltitos en torno a la impaciente por hincar el diente a las batatas con miel y canela.

Los campos de Andalucía templaban también su nostalgia de la luz veraniega afanándose en dibujar una suerte de primavera chiquita teñida del blanco de las mariposas y del amarillo de jaramagos y margaritas. Surcadas sus entrañas por miles de criaturas pululando sin descanso por entre las marcas del arado. Hormigas diseñando intrincados laberintos atestados de viandas, escarabajos huyendo atolondrados como ebrios de salvia y gorriones avispados a la caza de unos y otros.

Los primos pasábamos la sobremesa resistiéndonos al mandato de la siesta al tiempo saturados de tan feroz compañía y angustiados por la separación inminente. Había que escamotearle, como fuera, minutos al día. Habitábamos en ese lugar incierto que no era dentro ni fuera, en un lugar sin más lindes que cuatro piedras encaladas que nadie sabía con seguridad por dónde quedaban. Así todo el campo, hasta donde alcanzaba la vista, se transformaba en nuestro patio de juegos. El escenario eran las gruesas horas desde la comida a la cena en las que se gestan las mejores y peores ideas y los protagonistas éramos princesas y caballeros, temibles bandoleros o el coco de las cavernas, el que se apropiaba de nuestras pesadillas con frecuencia.

En los hogares, el luto por las tardes menguantes mutaba las frugales cenas del verano por una orgía de voluptuosidad caníbal: besos de uvas blancas y queso fresco, carne de membrillo con frutos secos, cabello de ángel envuelto en masa de borrachuelo y los más que inquietantes huesos de santo de mazapán relleno.

Mi exacerbada imaginación me privó durante años de probar aquellas exquisiteces, antojándoseme entonces casi un pecado reservado a los mayores, a los que me gustaba observar en aquellos infrecuentes ratos de descanso entre labores. Aquel puente de octubre, estaban extrañamente más melancólicos que de costumbre. No sabía entonces que andaban preparando otro nicho para el año siguiente. Y que aquellas reuniones, faltando la matriarca, se desvanecerían abruptamente.

Entre la niebla de la mañana y las noches adelantadas, orbitando alrededor de la mesa camilla de la cocina con su hule floreado, transitábamos el otoño atiborrándonos de las delicias que el campo y de las expertas manos de las mujeres de la familia que las preparaban.

Ya llegaría el tiempo de los cítricos, de los amargos pomelos, de las amables mandarinas y de las naranjas sanguinas envueltas como caramelos en blanco papel. Llegarían las castañas asadas en una lata sobre el fuego de la hornilla. Y de los espárragos en chanfaina, los potajes de garbanzos y acelgas y los pucheros de aprovechamiento. Se desempolvarían las toquillas de lana y las mantas de retales. Y pasaríamos las tardes, envueltos en el calor sofocante de las copas de carbón bajo las faldillas y de las bolsas de agua ardiente bajo las sábanas.

Pero todo eso pertenecía, por el momento, al invierno del mañana que solo viviría en la memoria del ayer.

 

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