Sesenta mil trescientos cincuenta y ocho
más
catorce mil cuatrocientos ochenta y uno
Sonia Villero Luque
Esto no es un relato. Es un alegato. Contra la estupidez humana, si me permiten la osadía. Contra el olvido, si me permiten la presuntuosidad. Porque donde no habita la memoria se instala la ignorancia y el desatino. Sesenta mil trescientos cincuenta y ocho más catorce mil cuatrocientos ochenta y un muertos, de más, en el año dos mil veinte. Este es el memorándum.
Primero fue el miedo. Un miedo atávico, intangible, desconocido. Un miedo que a los privilegiados del primer mundo, inmersos en nuestra cómoda existencia, nos zarandeó, arrojándonos a un pozo de desconocida incertidumbre. A una escala de la que difícilmente podíamos escapar indemnes. ¿O sí? O tal vez íbamos a ser capaces de defender esa matriz de falsa invulnerabilidad que nos habíamos construido hasta sus últimas consecuencias.
Después el miedo se desplazó al prójimo. Y eso ya se intuía más peligroso, más perverso que lo anterior. Humanos cruzándose de calle para no caminar junto a otros humanos. Humanos eludiendo el contacto hasta visual de otros humanos. Humanos arrancando de las manos de otros humanos los víveres de unos novedosamente escuálidos supermercados.
Se nos adiestró para no besar, no tocar, no sentir y hasta no ver a los otros. Y ese NO VER que en un principio se nos imponía y hasta nos salvaba, se ha transformado en un NO QUERER VER que a estas alturas ya resulta obsceno.
Ese miedo necesario se convirtió en la tapadera para que, los que podían, descubrieran que el tiempo del que nunca disponían resultaba demasiado precioso. Después ese tiempo pasó de precioso a incómodo. Y no hay combinación peor que la ociosidad y el temor.
Los que no podían usar tapaderas, por así decirlo, los que no tenían otra que estar ahí, al pie de la trinchera, no por héroes sino por supuestamente “esenciales”, no se pudieron permitir el lujo de imaginar la realidad. Se la encontraron desnuda, en soledad y de frente. Miraron a la muerte armados con trajes de papel y gafas de buceo y la muerte les devolvió la mirada junto a una mueca burlona.
Y así, mientras unos cocían pan, otros recogían difuntos. Mientras unos compraban mejores televisores y contrataban mejores planes con empresas de telecomunicación, otros sacaban almohadas y colchones huérfanos de las residencias. Mientras unos salían a aplaudir otros ahogaban su impotencia, su cansancio, su horror en el trabajo extenuante y automático.
Y no, no me malinterpretéis, los que no se consideraron “supuestamente esenciales” no tenían responsabilidad en lo que acontecía. Y no, los que se consideraron “supuestamente esenciales” tampoco.
Parece obvio y de perogrullo, pero creo que hace falta decirlo. Y sin embargo unos y otros fueron culpables. Antes de que protestéis lo explico.
Culpables de hacer un gran pacto de silencio auspiciado institucionalmente, que todo hay que decirlo, y que a posteriori resultó tremendamente conveniente aunque moralmente desastroso.
Unos prefirieron NO VER ni tampoco SABER lo que ocurría y otros prefirieron o preferimos no mostrarlo. En ese no ver ni saber, los rostros y los nombres fueron sustituidos por números, gráficas y datos. Y así es como se deshumaniza el desastre.
Y no mucho tiempo después, hasta aconteció lo imposible, lo impensable: se NEGÓ el desastre.
Soy consciente de que parecerá cruel y políticamente inapropiado hablar de ello, molesto, claro. Y en este mundo impaciente y frenético que habitamos, resultará hasta cansado.
Pero lo siento, es ineludible, es justo, es necesario. Porque en esta época protagonizada por imágenes no vimos suficientes imágenes. En este “buenismo” superficial y naif con que regimos nuestros actos estos días, no fuimos lo suficientemente sinceros. Tratamos a los ciudadanos como niños de pecho e intentamos protegerlos tanto de la desgracia que, cuando después la reclamamos, se había difuminado de nuestra memoria.
No vimos suficientes sanitarios envueltos en plástico vivos y muertos. Ni los vimos dormir solos en habitaciones aisladas en residencias que nadie quería atender, para proteger a sus familias de lo invisible. No vimos pasillos, salas de espera o almacenes reconvertidos “medicalizados” repletos de pacientes asfixiándose. No vimos suficientes psiquiatras u oftalmólogos desempolvando temblorosos los fonendoscopios que llevaban décadas sin coger. Ni tampoco suficientes personas luchando por respirar en camillas tumbados bocabajo. No vimos militares fumigando centros de mayores que habían quedado desiertos. Ni sus trabajadores llorando desesperados. No vimos suficientes rostros con la piel levantada por el uso de mascarillas en turnos doblados, ni los charcos de sudor que rezumaban de los EPIs al retirarlos. No vimos estudiantes aterrados manchar sus impolutas batas ni sus corazones tiernos. Ni vimos a los miles de padres, abuelos, tíos, hermanos, primos y amigos que se despidieron de este mundo en la más absoluta soledad, privados del más elemental privilegio, el de estar rodeados de los nuestros al final del camino. No vimos polideportivos repletos de cadáveres que ya no cabían en ninguna morgue convencional.
En el 2020 no vimos a los 56037 fallecidos mayores de 60 años, ni una placa, ni un monumento, ni una mención a sus nombres. Pero es que no supimos nunca de los cuatro bebés, de los cuatro niños y de los ocho adolescentes que desaparecieron; ni de los 48 veinteañeros, ni de los 129 treintañeros; ni de los 508 cuadragenarios ni de los 1820 quincuagenarios que también lo hicieron.
Porque preferimos esconder a los jóvenes que perdieron su vida bajo la alfombra de las comorbilidades previas, para así sentirnos, tal vez, más falsamente a salvo. Qué crimen.
Los medios mostrando aplausos, dibujos de arcoíris y manualidades caseras mientras perdíamos a la generación que sobrevivió a una guerra civil, a una posguerra y que nos sacó adelante con tanto apuro.
Un crimen que ahora se hace carne y se autodenomina negacionismo pandémico.
Y es que, claro, el que no ve, no cree. Y yo reivindico ver, mirar al trauma a la cara, llorarlo y salir reforzados.
Qué pena. Podíamos haber aprendido a recolocar nuestras prioridades. A dar a la sanidad y a la educación el lugar que merecen. Haber aprendido a tratar más dignamente a nuestros mayores. A humanizar más la medicina. A enfrentarnos como hermanos a la catástrofe y no como islotes independientes. Podíamos haber aprendido a pasar más tiempo de calidad con nuestras familias, a vivir menos estresados, a despejar de extraescolares a nuestros niños, a integrar las nuevas tecnologías en nuestras vidas como un instrumento de relación y no como un fin último. Podíamos haber escuchado a la naturaleza y a la vida, que al fin y al cabo, se abren camino en la Tierra si les damos un respiro. Podíamos haber incorporado la idea de que si no hay salud para todos, no la hay para nadie. Que frente a la muerte todos somos niños. Que la espiritualidad, la ética, la filosofía y la cultura, son alimento para el alma en este mundo tecnificado. Que la salud mental es importante. Que la guerra se puede aplazar.
Pero a cambio de eso cada uno ha mirado a su ombligo, hemos mercadeado con la salud, los ricos se han hecho más ricos, los estados se han cerrado a cal y canto, hemos levantado muros más altos, y puesto de nuevo en marcha la maquinaria de la destrucción entre países.
Y entre tanto, aquellos privilegiados a los que no les ha tocado el horror, extendiendo su mancha de podredumbre, escupen sobre la memoria de nuestros muertos negando la historia, la realidad misma. Retorciendo, ultrajando, modificando la verdad hasta dejarla irreconocible y hacerla caber en una cómoda burbuja, donde nada desagradable les pueda afectar.
Porque negar la cura es negar la enfermedad y negar por tanto vuestra debilidad y la certeza de la muerte. Porque no soportáis enfrentaros a la vejez y a la vulnerabilidad de vuestros propios cuerpos. Porque os untáis con placenta de bebé el rostro, bebéis vuestra propia orina, os dejáis picar por abejas, tomáis agua con virutas de oro o con una nada muy cara llamada homeopatía, coméis pez globo, pero no confiáis en los corticoides o en las vacunas. Porque necesitar un medicamento es asumir que se está enfermo. Porque aceptar una vacuna es aceptar la peligrosidad de la infección que previene.
Y así, paradójica y estúpidamente, negar la medicina es negar vuestra condición de seres vivos. Negáis la ciencia inventando una y mil leyendas pueriles para disimular vuestra ignorancia y sembráis la duda y la desconfianza a vuestro paso, cosechando muerte por el camino.
Sé quiénes sois. Os reconozco. Sois los mismos que condenasteis a Newton, a Galileo, a Wegener y a Semmelweis. Los que aún hoy cuestionais a Darwin. Los mismos que quemasteis a Giordano Bruno, a Vanini y a Miguel Servet. Los que sacrificasteis a Hipatia y calcinasteis la biblioteca de Alejandría. Los que siglos más tarde hacíais arder libros en la Bebelplatz de Berlín. Los que negáis en el siglo veintiuno la llegada del hombre a la Luna, toda la teoría de la evolución y hasta que la Tierra es redonda. Reclamáis libertad y veis conspiraciones por doquier. Hipócritas: regaláis vuestra vida entera a las redes. ¿Creéis necesario meter un chip en una vacuna cuando tenéis facebook?
Hacéis de este mundo un lugar peor.
Y sí, yo os maldigo, porque en dos mil veinte enterramos a Sesenta mil trescientos cincuenta y ocho más catorce mil cuatrocientos ochenta y una personas que no vais a poder borrar.